DieZ aÑoS dE amOr/FaUstInO rEntErIa
esTa la tome de un buen amigo lo scribio no hace musho i me la rife en ponerlo aki haber si no se molesta no creo pero le doi el credito por k con eso del copyright ni me meto jajaja ahi se los dejo p/o
DIEZ AÑOS DE AMOR
Diez años después volví a ver a Liduvina Saldaña. Fue en el hospital de San Martín en pleno centro de Guadalajara. Yo era un médico ansioso de 25 años que iniciaba mi residencia en cirugía, y ella no sé que hacía, sólo sé que era igual de bella que siempre y que el brillo de sus ojos no se había perdido con el paso de los años.
Contrario a lo sucedido en mi mente cada vez que imaginaba el reencuentro con Liduvina, aquella tarde acalorada de abril no corrí a sus brazos, un nerviosismo que no pude ni puedo describir se apoderó de mi, y cual si fuera un adolescente de 15 años me refugié en la sala de descanso de los médicos por temor a ser visto por ella. La sala de descanso era una pequeña habitación con una mesa redonda al centro donde los médicos solían sentarse a platicar de sus días y a comer algún refrigerio para aguantar las inhumanas jornadas de trabajo a las que todos estábamos expuestos. A la izquierda del cuarto se encontraban dos pequeños sillones dobles, de esos que les llaman “love seats”, y fue en esos sillones donde aquel 5 de abril de 1974, se encontraban sentados el Dr. Miguel Ruiz, jefe del departamento de oncología y la Dra. Alicia Machado, jefa de medicina interna, ambos hablaban sobre el avanzado cáncer en los huesos que sufría el acaudalado empresario de El Carrizal, Don Rafael Saldaña.
Entonces comprendí la razón por la cual Liduvina se encontraba en el hospital. Estaba seguro de que ella no me había visto, y dudé en ir a su encuentro dadas las circunstancias, su padre estaba a punto de morir, debo reconocer que yo mismo había deseado el momento de la muerte de Don Rafael, él fue el principal obstáculo en el amor febril y adolescente que vivimos Liduvina y yo hacía ya más de diez años.
Salí con cuidado de la sala de médicos, bajé los escalones, llegué a urgencias, me escurrí hasta el patio de ambulancias; desde mi rotación como estudiante de medicina había hecho muy buena amistad con los paramédicos y los Doctores que cubrían la sala de emergencias, me parecían una especie de héroes anónimos, me quedé sentado en el suelo, justo al pie de la entrada de las emergencias, encendí un cigarrillo y comencé a pasar lista de todos aquellos sucesos que yo ya creía olvidados.
Mi memoria me transportó hasta El Carrizal, un pequeño pueblo de Jalisco en donde por azares del destino había ido a concluir mis estudios secundarios. Mi padre como buen médico militar estaba sujeto a cambios de base constante, así que realicé mi primaria en 25 escuelas distintas y la secundaria en 10, pasando desde los colegios más acaudalados hasta las escuelas más rurales de Jalisco.
El 12 de Enero de 1964 llegamos a El Carrizal mi padre, mi madre y yo, mi hermana cansada de tantos viajes y adaptaciones había decidido irse a Guadalajara a vivir con la tía Magdalena, mis padres no estuvieron muy contentos con la decisión pero la respetaron y confiaron el honor de mi hermana en la conservadora tía Magdalena.
Yo, como buen joven nómada no tenía amigos, amigas y mucho menos enamorada. Había iniciado mis estudios secundarios en Campo Acosta, después viajé a Las Nancitas, El palmar, Tequila, Sayula, en fin, parecía que apenas comenzaba a relacionarme con los compañeros de la escuela cuando mi padre era transferido. Debido a mi inestable situación yo no buscaba amigos, sabía que ellos me encontraban a mi, siempre era el nuevo del colegio, la sensación por un momento, todos en la escuela sabían que al 3ro. “A” o al 5to. “B” había llegado un nuevo alumno, todos llegaban inclusive a conocer mi nombre aunque yo a duras penas conocía el nombre del que se sentaba delante de mí.
En El Carrizal se encontraba el famoso colegio religioso de las hermanas de Santa Teresa descalza de la Rivera del pacífico mexicano, su disciplina era conocida a nivel nacional, así como el nivel de las clases impartidas por las desdichadas hermanas. El comandante Ernesto Castro, jefe de la base militar número 21-26/FL tenía un hijo de mi edad estudiando en el famoso colegio. Mi padre acudió a él, ya que además de su superior era su amigo, o cuando menos mi padre se jactaba de decir que el famoso comandante Ernesto Castro había cenado con él en varias ocasiones cuando ambos eran unos jóvenes cadetes. El comandante lo recomendó con la Hermana Saturnina Virgen, directora del colegio, quien después de una inspección digna de la Santa orden aceptó que ingresara al plantel, con la condición o la amenaza de que a la menor falta, por leve o grave que ésta fuera, yo me iba del colegio con todo y la recomendación del comandante.
Ernestino, el hijo del comandante Ernesto Castro me introdujo rápidamente en la sociedad estudiantil del afamado colegio. Yo esperaba encontrar a un grupo de niños ricos y pomposos, pero contrario a eso encontré un cúmulo de jóvenes abiertos y sensibles con quienes pude alcanzar lo que hasta ese momento desconocía, el valor de la amistad. Mi grupo de amigos eran los escasos 8 hombres del 3ro. “A”, grupo en el que fui ingresado, Ernestino asistía a clases con el 3ro. “B”, y pese a que él mismo me había presentado con los 12 compañeros varones de su salón, yo solamente mantenía una relación de cordialidad con ellos, mis verdaderos amigos eran los de mi grupo. Las mujeres, tanto del “A” como del “B” eran muy serias y distantes con nosotros, apenas hacía dos generaciones que el colegio se había vuelto mixto, y las señoritas no hallaban el modo de tratarnos sin despertar en nosotros la tensión sexual normal de la edad, y por miedo a que amistades se transformaran en otras cosas las 20 mujeres del “A” y las 17 del “B” se hablaban solamente entre ellas y una que otra mantenía vínculos amistosos con alguno de los varones de su salón exclusivamente.
Una tarde acalorada de marzo, sin el calor pegajoso y característico de El Carrizal, sino con una brisa cálida que despertaba deseos, la vi. Eran alrededor de las 3 de la tarde, hacía aproximadamente media hora que las clases habían terminado, era viernes y por consiguiente los planes para el tradicional partido de fútbol entre “A” y “B” estaban a punto de consumarse. Ernestino reunía a sus amigos y yo me enfilaba con los 9 mosqueteros, como nos hacíamos llamar, cuando la observé caminando, acompañada de otras dos jovencitas igual de atractivas que ella, pero hubo algo en su forma de caminar, en su silueta de virgen moldeada, que me hizo fijar la vista en ella y sentir que me derrumbaba y me rehacía por dentro.
Creo que perdimos el encuentro como por 5 goles, pero eso no me alteró, caminé hasta mi casa, entré y atesoré mi sentir y mi estado para siempre, no sabía quien era ella, ni cómo se llamaba, pero sí sabía que ella iba a ser la persona más importante de mi vida.
Los días sucesivos en el colegio fueron de una constante búsqueda de su mirada, sin ser muy obvio seguía sus pasos y la observaba sin que me viera, a veces me miraba mirándole, y entonces nos mirábamos juntos, jugábamos a mirarnos sin mirar y a hablarnos sin palabras.
Sin conversar con ella ya la conocía, sus ojos no mentían. Investigué por cuenta de otros amigos y conocidos que su nombre era Liduvina Saldaña, que era hija del dueño de casi medio Carrizal, Don Rafael Saldaña, un poderoso empresario de ascendencia anglosajona que había hecho una fortuna con su hacienda y su ganado, y no conforme con eso era el dueño del único negocio fotográfico del pueblo. Era un hombre de negocios pero su afición era la fotografía y se había hecho de una cámara Pentax manual en un viaje a Nueva York, razón por la cual toda fiesta o acto público del pueblo estaba almacenado en los archivos fotográficos del señor Saldaña.
Liduvina también tenía una hermana, Linda Saldaña era la hermana menor de la familia, apenas era un año más joven que Liduvina y era igual de bella que la hermana mayor. Provenientes de una familia conservadora las hermanas Saldaña tenían una vida dedicada al estudio y su familia, eran las hijas únicas de Don Rafael y Doña Remedios, y por lo mismo las cuidaban como lo que eran, el tesoro más grande en la vida de cualquier persona.
El primer encuentro formal con Liduvina vino la tarde del 13 de marzo de 1964, Ernestino celebraba sus 15 años y contrario a todos los jóvenes de esa edad del pueblo que buscaban amores instantáneos en la casa de putas de Doña Graciela, Ernestino decidió hacer una comida en su casa acompañado de todas las personas del colegio. Era difícil pensar en varones y señoritas compartiendo la tarde en casa de Ernestino, pero por alguna extraña razón no hubo una sola inasistencia a la birria de la mamá de Ernestino. Las mujeres se encontraban sentadas en la sala de la casa, y los hombres se reunieron en el estudio del Comandante, con la seria recomendación de Ernestino de no tocar nada porque el comandante lo mataría.
Busqué el momento apropiado, sin ser muy obvio me dirigí a ella y le pedí que me acompañara al jardín de la casa, mis manos temblaban, mi voz se quebraba y una tartamudez se apoderaba de mi articulación del lenguaje, pero nada de esto impidió que Liduvina y yo camináramos por el jardín de alcatraces y rosas de la casa de Ernestino.
Fueron horas interminables de pláticas y risas, con pudor y pena tímidamente tomé su mano, y de ahí en adelante lo que viniera no importaba yo estaba viviendo el inicio de un amor correspondido e ideal.
Maravillosamente mi padre recibió el cargo de jefe médico de la clínica militar del pueblo, parecía que mi vida se quedaba en el Carrizal al lado de Liduvina. El 5 de abril de 1964, después de varios días conversando, intercambiándonos cartas y mirándonos en complicidad, tras la dulce miel de sus ojos recibí el sí a la pregunta esbozada en mi mente desde semanas antes.
Nuestro amor intenso se vivió en un noviazgo efímero, su familia, en especial su padre se opuso a la idea de que su hija quinceañera tuviera amoríos con el hijo del médico militar del pueblo. Ella, como una mujer enamorada se enfrentó a las ideas machistas de su padre, y el resultado fue que a un mes de terminar mis estudios secundarios fui dado de baja del colegio y terminé recibiendo el certificado de secundaria de la escuela secundaria pública #56 de El Carrizal, la cual se encontraba a más de 5 kilómetros del centro del pueblo, razón por la cual un día 8 de junio de 1964, lleno de calor, amor y nostalgia, fue el último día que la vi. Ella iba la iglesia acompañando a su madre a ponerle una veladora a San Judas Tadeo, yo me aproximé a ella, y su madre, la única celestina en todo este asunto se hizo de la vista gorda, entró a la iglesia y dejó que Liduvina y yo nos despidiéramos con un beso tierno y dibujado en el aire del calor de junio a la puerta del templo del sagrado corazón.
No volví a verla hasta esa mañana del 5 de abril de 1974 cuando la miré sin que me mirara y siendo yo un médico recién titulado no pude hacerle frente a la infección del amor que se apoderaba de mí ser.
No volví a verla porque en El Carrizal no se supo nada de ella, rumores corrieron, se decía que su padre la había enviado a Guadalajara, a México D. F., incluso al extranjero con unas tías que vivían en Los Ángeles California, lo cierto es que nadie supo darme razón del paradero de Liduvina la bella, como la llamaba yo.
Los amigos del colegio comenzaban las aventuras de salida del pueblo para continuar con sus estudios, y yo no fui la excepción. Me enfrenté a mi padre, quien quería mandarme al colegio militar de Zapopan, para que siguiera los pasos de una estirpe de médicos militares que se remontaba al ejército constitucionalista de Carranza. Yo, por mi parte manifesté mi deseo de ser un galeno más en la familia, pero de modo más ortodoxo, sin rangos militares y protocolos, yo quería ir a la Universidad de Guadalajara.
Mi padre no quería premiarme por mi conducta inaceptable con la familia Saldaña, como lo expresaba él, pero un día se acercó a mi y me dijo: “No hay dicha más grande que la del amor, sé que la extrañas y la extrañarás siempre, ve a Guadalajara, estudia medicina y mantente alerta, estoy seguro que el destino hará que la encuentres de nuevo, ya eres todo un hombre, ahora ve a ser un doctor.”
Con estas palabras emprendí mi aventura hacia Guadalajara, ingresé al Liceo para varones de la universidad de Guadalajara, fueron tres años difíciles pero de mucho aprendizaje. Me uní a la familia formada por mi hermana y la tía Magdalena, era una casa silenciosa, mi hermana trabajaba de secretaria en una academia de señoritas y mi tía, solterona de más de 50 años, pasaba sus mañanas en la iglesia y sus tardes en su jardín.
Los tres años del Liceo fueron grises para mi corazón, hubo mujeres atractivas que se cruzaron en mi vida, pero eso que sentía por Liduvina era más fuerte que cualquier mujer bella de ojos claros y cuerpo dorado que se atravesara por mi camino.
Después de largos meses de espera tras un examen de admisión que me bajó la moral, ingresé a la Universidad de Guadalajara, a la facultad de medicina, con muchas ilusiones y un corazón frágil que aún latía por Liduvina.
La carrera no fue sencilla, médicos me gritaron, pero otros me felicitaron, mis compañeros de facultad resultaron ser algunos de los 9 mosqueteros de aquel colegio de El Carrizal, les preguntaba por Liduvina y me contestaban lo que todo el mundo decía, que no tenían ni idea de que era lo que había sido de ella. Mis compañeros tenían novias, y los que no tenían novias se revolcaban con las chicas malas en el hotel Nueva Galicia, siempre me hacían burla con comentarios al respecto de mi sexualidad, no podían creer que a mis 20 años solamente hubiera tenido una novia, y que nunca hubiese acudido, ni siquiera por curiosidad a las famosas casas de citas de las que ellos ya eran clientes frecuentes.
Mis padres siguieron viviendo en el Carrizal, y fue por ellos que supe que la acaudalada familia Saldaña se había mudado del pueblo, habían abandonado la hacienda y destrozado el negocio fotográfico familiar y se habían ido para siempre del pueblo. Parecía que el destino en lugar de querer reencontrarme con el amor, hacía hasta el último esfuerzo por alejarme de él.
Por eso, tras otro cigarrillo no creí lo que pasaba, Liduvina había venido a mi sin necesidad de que yo la buscara, ella había llegado por su propio pie al hospital de San Martín y yo no debía desaprovechar la oportunidad que al parecer por fin me estaba dando el destino, la vida o quizá ese poder abominable y absolutista que los católicos llamamos Dios.
Fumé un último cigarrillo, me repuse del impacto y subí hasta el primer piso del hospital, donde había divisado a Liduvina. Caminé por el pasillo principal, pero justo antes de llegar a la sala de espera una voz de tono angelical vibró en el aire pronunciando mi nombre:
- ¿Doctor Florentino Robles?
- Sí… dígame.
Al voltear encontré sus ojos miel abiertos pronunciando palabras de amor para mí, era ella, Liduvina después de diez años.
- ¿Cómo has estado?- pregunté.
- Muy mal.- respondió ella.
- ¿A qué se debe su malestar señorita?
- Me duele aquí desde hace poco más de 10 años.- tomó mis manos y las colocó sobre su pecho.
- Fíjese que no la puedo curar- respondí- porque sufro de la misma dolencia crónica y cada vez se agudiza más.
- Entonces déjeme a mí curarlo a usted- respondió ella.
Después no supe que pasó, la tomé entre mis brazos y nuestras bocas se hicieron una, hablamos sin hablar, con la tersura de sus labios sobre los míos, con la suavidad de su lengua y la fuerza de mis dientes peleando en una batalla sin ganador ni perdedor. Después de segundos interminables de diálogo silencioso, y agotados por las ansias de estar juntos le pregunté ¿qué había sido de su vida los últimos diez años?, a lo que contestó:
- Después de terminar el colegio, mis padres me enviaron a París a estudiar fotografía, querían que el negocio familiar quedara en mis manos, y que fuera una experta del arte estático que captura momentos fugaces de la vida. Estuve cinco años en l’ecole du Paris, pero las clases no me agradaban e iba de mal en peor. Sin que mis padres lo supieran cambié mi matrícula de estudiante de fotografía a arquitectura, los palacios franceses y las construcciones europeas siempre me maravillaron. Estudié solamente tres años de esa gloriosa carrera, porque mi padre enfermó y regresé a México, pero no a El Carrizal, a la hacienda y a la fastuosa vida que llevé de niña. Mi familia ahora vivía en la ciudad de México, en casa de mi tía Alejandra, muy cerca del centro médico La raza, a donde íbamos todos los días a visitar a mi papá.
- Entonces ya saben de su enfermedad – repuse.
- Claro, lo supe desde el momento en que recibí el telegrama en Paris diciéndome que mi padre tenía una enfermedad terminal y que debía regresar a México de inmediato. Fue entonces cuando investigué qué había sido de ti, no fue fácil localizarte, y tenía mucho miedo de encontrarte casado y con hijos.
- Yo también te busqué y nunca supieron darme razones de ti.
- Lo sé, mi familia terminó con todo aquí en Jalisco y se marchó jurando no regresar, pero ya ves, los convencí de que debían hacer el último intento por salvar a mi padre aquí, en este modesto hospital donde trabaja el médico más apuesto de todos.
Debo reconocer que me ruboricé pero me agradó escuchar el cumplido de su dulce voz.
- Toma – me dijo, y me dio una carta que parecía tener siglos de haberse escrito.
- ¿Qué es esto? – le pregunté.
- Es la carta que nunca te entregué, ahí explico los planes de mi familia, mi irremediable partida y te juro el amor que te sigo teniendo.
- Ya no la necesito – comenté- ya te tengo aquí.
- Sí la necesitas. – respondió ella.- Mañana nos vemos aquí mismo, debo ir al hotel donde estamos hospedados para hacer unos arreglos, hasta mañana.
No hubo tiempo de retenerla, se fue con su paso largo y ansioso, se perdió entre la gente, me dejó la carta en el bolso derecho de mi bata blanca y esperé nervioso a que fuera mañana.
El día siguiente llegué al hospital a las 7:50am, mi turno comenzaba a las 8 en punto, pero siempre me gustaba llegar algunos minutos antes a cualquier cita que tuviera. Fui al primer piso, pregunté por el cuarto de Don Rafael Saldaña, y me respondieron con la fría noticia de su muerte a las 23 horas del día anterior. Quise averiguar si el cuerpo todavía se encontraba en el hospital, pero me dijeron que desde las 5 de la mañana la familia Saldaña se había llevado el cuerpo y que no tenían informes de la agencia funeraria.
Pasé la mayor parte del día en el quirófano, hernias, vesículas, riñones y amígdalas acapararon mi atención. Cansado y desolado dejé mi estetoscopio en un cajón y al quitarme la bata voló por el aire suspendida la carta tardía de Liduvina.
La abrí con miedo y ternura, eran dos grandes hojas, la primera ya roída por el tiempo tenía la fecha de julio de 1964, y la segunda nueva hasta en el olor tenía la fecha del 5 de abril de 1974.
Leí detenidamente la segunda hoja de la carta y decía lo siguiente:
“Florentino… todo terminará hoy, mi padre no pasará la noche vivo, ya los médicos lo han pronosticado. Mañana a primera hora haremos los arreglos fúnebres, ya le he dejado instrucciones a mi hermana de que cuide a mi madre y se haga cargo de todo. En punto de las 4:00pm te espero en el café de San Andrés, a dos cuadras del hospital, nos veremos ahí para irnos a donde sea necesario huir para vivir este amor interrumpido a lo largo de 10 años.”
Cuando leí la carta eran las 6:00pm, mi turno finalizaba a las 4, pero por trámites y enfermos había permanecido más tiempo en el hospital. Salí corriendo, arrollé gente con mis ansias de amante corredor que iba al encuentro del destino, caía una lluvia suave y cálida sobre las calles del centro de Guadalajara, mi visión se empañaba con las gotas que se impregnaban en mi frente, pero nada de eso importaba.
Entré al café, sólo había una mesa vacía, no quedaba nada más. Me senté a llorar en silencio mi segunda derrota con la misma mujer, cuando de pronto una voz que reconocí de inmediato me dijo:
- Llega tarde doctor, cosa rara en usted.
Volteé la cara hacia mi derecha y era ella viéndome con el mismo amor con el que me había visto 10 años antes.
- Aquí estoy – le dije – Lamento llegar tarde.
- Tu nunca llegarás tarde conmigo – repuso ella
Bebiendo del mismo café que nos juramos tomar juntos todas las mañanas hacía ya 10 años atrás, nunca más se apartó de mi lado y yo nunca más me aleje de ella.
Faustino J. Rentería Díaz.Junio, 2004.
Diez años después volví a ver a Liduvina Saldaña. Fue en el hospital de San Martín en pleno centro de Guadalajara. Yo era un médico ansioso de 25 años que iniciaba mi residencia en cirugía, y ella no sé que hacía, sólo sé que era igual de bella que siempre y que el brillo de sus ojos no se había perdido con el paso de los años.
Contrario a lo sucedido en mi mente cada vez que imaginaba el reencuentro con Liduvina, aquella tarde acalorada de abril no corrí a sus brazos, un nerviosismo que no pude ni puedo describir se apoderó de mi, y cual si fuera un adolescente de 15 años me refugié en la sala de descanso de los médicos por temor a ser visto por ella. La sala de descanso era una pequeña habitación con una mesa redonda al centro donde los médicos solían sentarse a platicar de sus días y a comer algún refrigerio para aguantar las inhumanas jornadas de trabajo a las que todos estábamos expuestos. A la izquierda del cuarto se encontraban dos pequeños sillones dobles, de esos que les llaman “love seats”, y fue en esos sillones donde aquel 5 de abril de 1974, se encontraban sentados el Dr. Miguel Ruiz, jefe del departamento de oncología y la Dra. Alicia Machado, jefa de medicina interna, ambos hablaban sobre el avanzado cáncer en los huesos que sufría el acaudalado empresario de El Carrizal, Don Rafael Saldaña.
Entonces comprendí la razón por la cual Liduvina se encontraba en el hospital. Estaba seguro de que ella no me había visto, y dudé en ir a su encuentro dadas las circunstancias, su padre estaba a punto de morir, debo reconocer que yo mismo había deseado el momento de la muerte de Don Rafael, él fue el principal obstáculo en el amor febril y adolescente que vivimos Liduvina y yo hacía ya más de diez años.
Salí con cuidado de la sala de médicos, bajé los escalones, llegué a urgencias, me escurrí hasta el patio de ambulancias; desde mi rotación como estudiante de medicina había hecho muy buena amistad con los paramédicos y los Doctores que cubrían la sala de emergencias, me parecían una especie de héroes anónimos, me quedé sentado en el suelo, justo al pie de la entrada de las emergencias, encendí un cigarrillo y comencé a pasar lista de todos aquellos sucesos que yo ya creía olvidados.
Mi memoria me transportó hasta El Carrizal, un pequeño pueblo de Jalisco en donde por azares del destino había ido a concluir mis estudios secundarios. Mi padre como buen médico militar estaba sujeto a cambios de base constante, así que realicé mi primaria en 25 escuelas distintas y la secundaria en 10, pasando desde los colegios más acaudalados hasta las escuelas más rurales de Jalisco.
El 12 de Enero de 1964 llegamos a El Carrizal mi padre, mi madre y yo, mi hermana cansada de tantos viajes y adaptaciones había decidido irse a Guadalajara a vivir con la tía Magdalena, mis padres no estuvieron muy contentos con la decisión pero la respetaron y confiaron el honor de mi hermana en la conservadora tía Magdalena.
Yo, como buen joven nómada no tenía amigos, amigas y mucho menos enamorada. Había iniciado mis estudios secundarios en Campo Acosta, después viajé a Las Nancitas, El palmar, Tequila, Sayula, en fin, parecía que apenas comenzaba a relacionarme con los compañeros de la escuela cuando mi padre era transferido. Debido a mi inestable situación yo no buscaba amigos, sabía que ellos me encontraban a mi, siempre era el nuevo del colegio, la sensación por un momento, todos en la escuela sabían que al 3ro. “A” o al 5to. “B” había llegado un nuevo alumno, todos llegaban inclusive a conocer mi nombre aunque yo a duras penas conocía el nombre del que se sentaba delante de mí.
En El Carrizal se encontraba el famoso colegio religioso de las hermanas de Santa Teresa descalza de la Rivera del pacífico mexicano, su disciplina era conocida a nivel nacional, así como el nivel de las clases impartidas por las desdichadas hermanas. El comandante Ernesto Castro, jefe de la base militar número 21-26/FL tenía un hijo de mi edad estudiando en el famoso colegio. Mi padre acudió a él, ya que además de su superior era su amigo, o cuando menos mi padre se jactaba de decir que el famoso comandante Ernesto Castro había cenado con él en varias ocasiones cuando ambos eran unos jóvenes cadetes. El comandante lo recomendó con la Hermana Saturnina Virgen, directora del colegio, quien después de una inspección digna de la Santa orden aceptó que ingresara al plantel, con la condición o la amenaza de que a la menor falta, por leve o grave que ésta fuera, yo me iba del colegio con todo y la recomendación del comandante.
Ernestino, el hijo del comandante Ernesto Castro me introdujo rápidamente en la sociedad estudiantil del afamado colegio. Yo esperaba encontrar a un grupo de niños ricos y pomposos, pero contrario a eso encontré un cúmulo de jóvenes abiertos y sensibles con quienes pude alcanzar lo que hasta ese momento desconocía, el valor de la amistad. Mi grupo de amigos eran los escasos 8 hombres del 3ro. “A”, grupo en el que fui ingresado, Ernestino asistía a clases con el 3ro. “B”, y pese a que él mismo me había presentado con los 12 compañeros varones de su salón, yo solamente mantenía una relación de cordialidad con ellos, mis verdaderos amigos eran los de mi grupo. Las mujeres, tanto del “A” como del “B” eran muy serias y distantes con nosotros, apenas hacía dos generaciones que el colegio se había vuelto mixto, y las señoritas no hallaban el modo de tratarnos sin despertar en nosotros la tensión sexual normal de la edad, y por miedo a que amistades se transformaran en otras cosas las 20 mujeres del “A” y las 17 del “B” se hablaban solamente entre ellas y una que otra mantenía vínculos amistosos con alguno de los varones de su salón exclusivamente.
Una tarde acalorada de marzo, sin el calor pegajoso y característico de El Carrizal, sino con una brisa cálida que despertaba deseos, la vi. Eran alrededor de las 3 de la tarde, hacía aproximadamente media hora que las clases habían terminado, era viernes y por consiguiente los planes para el tradicional partido de fútbol entre “A” y “B” estaban a punto de consumarse. Ernestino reunía a sus amigos y yo me enfilaba con los 9 mosqueteros, como nos hacíamos llamar, cuando la observé caminando, acompañada de otras dos jovencitas igual de atractivas que ella, pero hubo algo en su forma de caminar, en su silueta de virgen moldeada, que me hizo fijar la vista en ella y sentir que me derrumbaba y me rehacía por dentro.
Creo que perdimos el encuentro como por 5 goles, pero eso no me alteró, caminé hasta mi casa, entré y atesoré mi sentir y mi estado para siempre, no sabía quien era ella, ni cómo se llamaba, pero sí sabía que ella iba a ser la persona más importante de mi vida.
Los días sucesivos en el colegio fueron de una constante búsqueda de su mirada, sin ser muy obvio seguía sus pasos y la observaba sin que me viera, a veces me miraba mirándole, y entonces nos mirábamos juntos, jugábamos a mirarnos sin mirar y a hablarnos sin palabras.
Sin conversar con ella ya la conocía, sus ojos no mentían. Investigué por cuenta de otros amigos y conocidos que su nombre era Liduvina Saldaña, que era hija del dueño de casi medio Carrizal, Don Rafael Saldaña, un poderoso empresario de ascendencia anglosajona que había hecho una fortuna con su hacienda y su ganado, y no conforme con eso era el dueño del único negocio fotográfico del pueblo. Era un hombre de negocios pero su afición era la fotografía y se había hecho de una cámara Pentax manual en un viaje a Nueva York, razón por la cual toda fiesta o acto público del pueblo estaba almacenado en los archivos fotográficos del señor Saldaña.
Liduvina también tenía una hermana, Linda Saldaña era la hermana menor de la familia, apenas era un año más joven que Liduvina y era igual de bella que la hermana mayor. Provenientes de una familia conservadora las hermanas Saldaña tenían una vida dedicada al estudio y su familia, eran las hijas únicas de Don Rafael y Doña Remedios, y por lo mismo las cuidaban como lo que eran, el tesoro más grande en la vida de cualquier persona.
El primer encuentro formal con Liduvina vino la tarde del 13 de marzo de 1964, Ernestino celebraba sus 15 años y contrario a todos los jóvenes de esa edad del pueblo que buscaban amores instantáneos en la casa de putas de Doña Graciela, Ernestino decidió hacer una comida en su casa acompañado de todas las personas del colegio. Era difícil pensar en varones y señoritas compartiendo la tarde en casa de Ernestino, pero por alguna extraña razón no hubo una sola inasistencia a la birria de la mamá de Ernestino. Las mujeres se encontraban sentadas en la sala de la casa, y los hombres se reunieron en el estudio del Comandante, con la seria recomendación de Ernestino de no tocar nada porque el comandante lo mataría.
Busqué el momento apropiado, sin ser muy obvio me dirigí a ella y le pedí que me acompañara al jardín de la casa, mis manos temblaban, mi voz se quebraba y una tartamudez se apoderaba de mi articulación del lenguaje, pero nada de esto impidió que Liduvina y yo camináramos por el jardín de alcatraces y rosas de la casa de Ernestino.
Fueron horas interminables de pláticas y risas, con pudor y pena tímidamente tomé su mano, y de ahí en adelante lo que viniera no importaba yo estaba viviendo el inicio de un amor correspondido e ideal.
Maravillosamente mi padre recibió el cargo de jefe médico de la clínica militar del pueblo, parecía que mi vida se quedaba en el Carrizal al lado de Liduvina. El 5 de abril de 1964, después de varios días conversando, intercambiándonos cartas y mirándonos en complicidad, tras la dulce miel de sus ojos recibí el sí a la pregunta esbozada en mi mente desde semanas antes.
Nuestro amor intenso se vivió en un noviazgo efímero, su familia, en especial su padre se opuso a la idea de que su hija quinceañera tuviera amoríos con el hijo del médico militar del pueblo. Ella, como una mujer enamorada se enfrentó a las ideas machistas de su padre, y el resultado fue que a un mes de terminar mis estudios secundarios fui dado de baja del colegio y terminé recibiendo el certificado de secundaria de la escuela secundaria pública #56 de El Carrizal, la cual se encontraba a más de 5 kilómetros del centro del pueblo, razón por la cual un día 8 de junio de 1964, lleno de calor, amor y nostalgia, fue el último día que la vi. Ella iba la iglesia acompañando a su madre a ponerle una veladora a San Judas Tadeo, yo me aproximé a ella, y su madre, la única celestina en todo este asunto se hizo de la vista gorda, entró a la iglesia y dejó que Liduvina y yo nos despidiéramos con un beso tierno y dibujado en el aire del calor de junio a la puerta del templo del sagrado corazón.
No volví a verla hasta esa mañana del 5 de abril de 1974 cuando la miré sin que me mirara y siendo yo un médico recién titulado no pude hacerle frente a la infección del amor que se apoderaba de mí ser.
No volví a verla porque en El Carrizal no se supo nada de ella, rumores corrieron, se decía que su padre la había enviado a Guadalajara, a México D. F., incluso al extranjero con unas tías que vivían en Los Ángeles California, lo cierto es que nadie supo darme razón del paradero de Liduvina la bella, como la llamaba yo.
Los amigos del colegio comenzaban las aventuras de salida del pueblo para continuar con sus estudios, y yo no fui la excepción. Me enfrenté a mi padre, quien quería mandarme al colegio militar de Zapopan, para que siguiera los pasos de una estirpe de médicos militares que se remontaba al ejército constitucionalista de Carranza. Yo, por mi parte manifesté mi deseo de ser un galeno más en la familia, pero de modo más ortodoxo, sin rangos militares y protocolos, yo quería ir a la Universidad de Guadalajara.
Mi padre no quería premiarme por mi conducta inaceptable con la familia Saldaña, como lo expresaba él, pero un día se acercó a mi y me dijo: “No hay dicha más grande que la del amor, sé que la extrañas y la extrañarás siempre, ve a Guadalajara, estudia medicina y mantente alerta, estoy seguro que el destino hará que la encuentres de nuevo, ya eres todo un hombre, ahora ve a ser un doctor.”
Con estas palabras emprendí mi aventura hacia Guadalajara, ingresé al Liceo para varones de la universidad de Guadalajara, fueron tres años difíciles pero de mucho aprendizaje. Me uní a la familia formada por mi hermana y la tía Magdalena, era una casa silenciosa, mi hermana trabajaba de secretaria en una academia de señoritas y mi tía, solterona de más de 50 años, pasaba sus mañanas en la iglesia y sus tardes en su jardín.
Los tres años del Liceo fueron grises para mi corazón, hubo mujeres atractivas que se cruzaron en mi vida, pero eso que sentía por Liduvina era más fuerte que cualquier mujer bella de ojos claros y cuerpo dorado que se atravesara por mi camino.
Después de largos meses de espera tras un examen de admisión que me bajó la moral, ingresé a la Universidad de Guadalajara, a la facultad de medicina, con muchas ilusiones y un corazón frágil que aún latía por Liduvina.
La carrera no fue sencilla, médicos me gritaron, pero otros me felicitaron, mis compañeros de facultad resultaron ser algunos de los 9 mosqueteros de aquel colegio de El Carrizal, les preguntaba por Liduvina y me contestaban lo que todo el mundo decía, que no tenían ni idea de que era lo que había sido de ella. Mis compañeros tenían novias, y los que no tenían novias se revolcaban con las chicas malas en el hotel Nueva Galicia, siempre me hacían burla con comentarios al respecto de mi sexualidad, no podían creer que a mis 20 años solamente hubiera tenido una novia, y que nunca hubiese acudido, ni siquiera por curiosidad a las famosas casas de citas de las que ellos ya eran clientes frecuentes.
Mis padres siguieron viviendo en el Carrizal, y fue por ellos que supe que la acaudalada familia Saldaña se había mudado del pueblo, habían abandonado la hacienda y destrozado el negocio fotográfico familiar y se habían ido para siempre del pueblo. Parecía que el destino en lugar de querer reencontrarme con el amor, hacía hasta el último esfuerzo por alejarme de él.
Por eso, tras otro cigarrillo no creí lo que pasaba, Liduvina había venido a mi sin necesidad de que yo la buscara, ella había llegado por su propio pie al hospital de San Martín y yo no debía desaprovechar la oportunidad que al parecer por fin me estaba dando el destino, la vida o quizá ese poder abominable y absolutista que los católicos llamamos Dios.
Fumé un último cigarrillo, me repuse del impacto y subí hasta el primer piso del hospital, donde había divisado a Liduvina. Caminé por el pasillo principal, pero justo antes de llegar a la sala de espera una voz de tono angelical vibró en el aire pronunciando mi nombre:
- ¿Doctor Florentino Robles?
- Sí… dígame.
Al voltear encontré sus ojos miel abiertos pronunciando palabras de amor para mí, era ella, Liduvina después de diez años.
- ¿Cómo has estado?- pregunté.
- Muy mal.- respondió ella.
- ¿A qué se debe su malestar señorita?
- Me duele aquí desde hace poco más de 10 años.- tomó mis manos y las colocó sobre su pecho.
- Fíjese que no la puedo curar- respondí- porque sufro de la misma dolencia crónica y cada vez se agudiza más.
- Entonces déjeme a mí curarlo a usted- respondió ella.
Después no supe que pasó, la tomé entre mis brazos y nuestras bocas se hicieron una, hablamos sin hablar, con la tersura de sus labios sobre los míos, con la suavidad de su lengua y la fuerza de mis dientes peleando en una batalla sin ganador ni perdedor. Después de segundos interminables de diálogo silencioso, y agotados por las ansias de estar juntos le pregunté ¿qué había sido de su vida los últimos diez años?, a lo que contestó:
- Después de terminar el colegio, mis padres me enviaron a París a estudiar fotografía, querían que el negocio familiar quedara en mis manos, y que fuera una experta del arte estático que captura momentos fugaces de la vida. Estuve cinco años en l’ecole du Paris, pero las clases no me agradaban e iba de mal en peor. Sin que mis padres lo supieran cambié mi matrícula de estudiante de fotografía a arquitectura, los palacios franceses y las construcciones europeas siempre me maravillaron. Estudié solamente tres años de esa gloriosa carrera, porque mi padre enfermó y regresé a México, pero no a El Carrizal, a la hacienda y a la fastuosa vida que llevé de niña. Mi familia ahora vivía en la ciudad de México, en casa de mi tía Alejandra, muy cerca del centro médico La raza, a donde íbamos todos los días a visitar a mi papá.
- Entonces ya saben de su enfermedad – repuse.
- Claro, lo supe desde el momento en que recibí el telegrama en Paris diciéndome que mi padre tenía una enfermedad terminal y que debía regresar a México de inmediato. Fue entonces cuando investigué qué había sido de ti, no fue fácil localizarte, y tenía mucho miedo de encontrarte casado y con hijos.
- Yo también te busqué y nunca supieron darme razones de ti.
- Lo sé, mi familia terminó con todo aquí en Jalisco y se marchó jurando no regresar, pero ya ves, los convencí de que debían hacer el último intento por salvar a mi padre aquí, en este modesto hospital donde trabaja el médico más apuesto de todos.
Debo reconocer que me ruboricé pero me agradó escuchar el cumplido de su dulce voz.
- Toma – me dijo, y me dio una carta que parecía tener siglos de haberse escrito.
- ¿Qué es esto? – le pregunté.
- Es la carta que nunca te entregué, ahí explico los planes de mi familia, mi irremediable partida y te juro el amor que te sigo teniendo.
- Ya no la necesito – comenté- ya te tengo aquí.
- Sí la necesitas. – respondió ella.- Mañana nos vemos aquí mismo, debo ir al hotel donde estamos hospedados para hacer unos arreglos, hasta mañana.
No hubo tiempo de retenerla, se fue con su paso largo y ansioso, se perdió entre la gente, me dejó la carta en el bolso derecho de mi bata blanca y esperé nervioso a que fuera mañana.
El día siguiente llegué al hospital a las 7:50am, mi turno comenzaba a las 8 en punto, pero siempre me gustaba llegar algunos minutos antes a cualquier cita que tuviera. Fui al primer piso, pregunté por el cuarto de Don Rafael Saldaña, y me respondieron con la fría noticia de su muerte a las 23 horas del día anterior. Quise averiguar si el cuerpo todavía se encontraba en el hospital, pero me dijeron que desde las 5 de la mañana la familia Saldaña se había llevado el cuerpo y que no tenían informes de la agencia funeraria.
Pasé la mayor parte del día en el quirófano, hernias, vesículas, riñones y amígdalas acapararon mi atención. Cansado y desolado dejé mi estetoscopio en un cajón y al quitarme la bata voló por el aire suspendida la carta tardía de Liduvina.
La abrí con miedo y ternura, eran dos grandes hojas, la primera ya roída por el tiempo tenía la fecha de julio de 1964, y la segunda nueva hasta en el olor tenía la fecha del 5 de abril de 1974.
Leí detenidamente la segunda hoja de la carta y decía lo siguiente:
“Florentino… todo terminará hoy, mi padre no pasará la noche vivo, ya los médicos lo han pronosticado. Mañana a primera hora haremos los arreglos fúnebres, ya le he dejado instrucciones a mi hermana de que cuide a mi madre y se haga cargo de todo. En punto de las 4:00pm te espero en el café de San Andrés, a dos cuadras del hospital, nos veremos ahí para irnos a donde sea necesario huir para vivir este amor interrumpido a lo largo de 10 años.”
Cuando leí la carta eran las 6:00pm, mi turno finalizaba a las 4, pero por trámites y enfermos había permanecido más tiempo en el hospital. Salí corriendo, arrollé gente con mis ansias de amante corredor que iba al encuentro del destino, caía una lluvia suave y cálida sobre las calles del centro de Guadalajara, mi visión se empañaba con las gotas que se impregnaban en mi frente, pero nada de eso importaba.
Entré al café, sólo había una mesa vacía, no quedaba nada más. Me senté a llorar en silencio mi segunda derrota con la misma mujer, cuando de pronto una voz que reconocí de inmediato me dijo:
- Llega tarde doctor, cosa rara en usted.
Volteé la cara hacia mi derecha y era ella viéndome con el mismo amor con el que me había visto 10 años antes.
- Aquí estoy – le dije – Lamento llegar tarde.
- Tu nunca llegarás tarde conmigo – repuso ella
Bebiendo del mismo café que nos juramos tomar juntos todas las mañanas hacía ya 10 años atrás, nunca más se apartó de mi lado y yo nunca más me aleje de ella.
Faustino J. Rentería Díaz.Junio, 2004.
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